En un pequeño pueblo de Madrid, una familia llegaba con sus tres hijas. Corría el mes de Octubre y los árboles ya estaban sin hojas, el frío había llegado y en las montañas empezaban a caer los primeros copos de nieve, avisando de que el invierno asomaba por la puerta.
Los paisanos eran campesinos vigorosos, las manos curtidas por el duro trabajo del arado y sus hombros encorvados; parecía que llevaran la dura carga del mundo sobre ellos. Las tres niñas agarradas de la mano de sus padres miraban asustadas a su nueva vivienda. La madre les soltó la mano y les dijo: “Venga perezosas, id a ver vuestra nueva habitación”. A Mamen, la más pequeña, le costaba subir las escaleras. Sus cortas piernas hacían que subir cada escalón le supusiera un sufrimiento. “Mejor utilizar también las manos”, pensó. Sin embargo, fue su hermana mayor la que la cogió y la llevó en brazos hasta arriba, ambas subiendo las empinadas escaleras.
¡Qué ilusión! Casa nueva, ¿tendremos una habitación diferente para cada una? Si es así, la pequeña era demasiado chica para dormir sola. ¿Le tocaría con sus padres? Espero que no, había oído contar a su padre que cuando nació se pasó tres meses con el sueño cambiado y dormía por el día y lloraba por la noche, y que su padre le puso ruedas a la cuna para moverla por la noche, pero que una noche, no pudo más y le dio tal empujón que se fue niña y cuna todo el pasillo para adelante, menos mal que su padre reaccionó rápidamente y la cogió al final del pasillo, porque lo siguiente era una larga escalera. Por eso no quería dormir en la habitación con sus padres, prefería dormir sola, pero no, no iba a dormir sola.
Entró en una estancia grande, con una cama grande, muy grande. El colchón era de lana de oveja y cuando te subías te hundías y te envolvía. Lo malo era cuando su madre decidía airear la lana y se sacaba a la calle para darle palos y separar las hebras, aunque tengo que decir que a la pequeñina le gustaba esos momentos que compartía con su familia.
Lo malo de la habitación era que sólo había un pequeño ventanuco en la parte alta de la pared, muy pequeño. No había más luz y como eran pobres, muy pobres, estaba prohibido encender las velas porque la cera estaba muy cara. En la cocina había un fuego de leña y carbón que al mismo tiempo servía como calefacción para toda la casa. La abuela se dedicaba a hacer mañanitas y patucos para que al irse al dormir las sabanas heladas no llegaran hasta los huesos. Mamen, con el paso del tiempo, ha hablado en muchas ocasiones de esos patucos de color rosa, aquellos que hacían que sus dedos estuvieran siempre calientes. Esa habitación era para sus tres hermanas, la pequeña se ponía en el medio, y así calentaban a la enana. Calor humano. Poco a poco se fueron adaptando a su nueva casa y a su nuevo pueblo. Las mayores empezaron a ir al colegio, era de monjas, un antiguo convento que había reformados algunas pequeñas celdas y al unirlas había hecho las clases para las niñas. Cuando llegaban a casa contaban muchas historias, mientras la pequeña estaba aburrida porque su madre estaba liada con el traslado o preparando la comida, o limpiando y su padre estaba trabajando.
Las hermanas después de cenar, hacían deberes bajo la luz de las velas. Mamen veía en las paredes imágenes reflejadas de monstruos y fantasmas, mientras sus hermanas empezaban a contar el miedo que habían pasado por los pasillos del convento. Llegaba la hora de irse a dormir, un beso a papa, un beso a mama y para arriba en brazos de su hermana. Un pequeño despertador marcaba las horas, las 9 y la niña con los ojos abiertos como platos, tenía miedo. Las 10, las 11, …, las 5 de la mañana, su respiración era cada vez más nerviosa, no podía dormir, sin saber por qué se puso a llorar, no quería hacerlo, tenía miedo del pasillo, pero tenía tanto miedo. A través del ventanuco entraba ya las primeras luces del amanecer, el gallo estaba cantando y las hermanas se despertaron enfadadas porque no habían descansado lo suficiente. Esto no iba a volver a pasar, no estaban dispuestas a que ocurriera otra noche más. A la siguiente noche empezaron a contar historias de Lucifer y lo que hacía a las niñas que no se dormían.
Conoció por primera vez las historias del coco, el hombre del saco y así una noche tras otra. Pero lo único que consiguieron es que la pequeña no durmiera nunca más tranquila, los ojos como platos un día detrás de otro pero en silencio y sin moverse, porque si sus hermanas notaban cualquier pequeña sensación de que pasaba la noche despierta, volvían las historias de miedo, y se quedaba en la memoria de aquella personilla. Pensó, voy a quedarme quieta entre mis hermanas, que ya tendré tiempo de dormir por la mañana en el regazo de mi madre o entre la leña y el calor de la estufa.
Pequeña, duerme, duerme que sino viene el coco y te llevará…