Semana de terror especial Halloween | Páginas encantadas
En Liberación 2000 vivimos la fiesta de Halloween de forma muy intensa. Aunque sabemos que se trata de una festividad típica en Estados Unidos, cada vez la hacemos más nuestra, ¡es tan divertida! Por eso esta semana compartiremos con vosotros algunas historias de terror ambientadas en nuestro día a día. ¡No te las pierdas! La historia de hoy es… “Páginas Encantadas“.
PÁGINAS ENCANTADAS
Aún quedaba alrededor de una media hora para que el reloj de mi ordenador me indicara que eran las 8 de la tarde, dándome así vía libre para que cerrar la agencia y encaminara mis pasos de vuelta a casa. Parecía una tarde como otra cualquiera, poco podía imaginar yo por entonces que el suceso ocurrido aquel 29 de octubre sellaría mi destino de forma tan cruel.
Tras atender varias llamadas, preparar varios envíos que debían entregarse a primera hora de la mañana del día siguiente y responder a la infinidad de e-mails con los que día sí día también me recibía la bandeja de entrada de mi correo electrónico, cerré el ordenador. Todos se habían ido ya para casa y los teléfonos habían dejado de sonar, por lo que reinaba un inusual silencio en la sala. Poco acostumbrada a aquella apacible tranquilidad, cerré los ojos y me permití disfrutar de la ausencia de ruido por unos segundos.
No duró mucho mi dicha. Un atronador y pesado sonido me hizo abrir los ojos de par en par, alertada y asustada, al tiempo que me incorporaba temblorosa de la silla. Mi pecho subía y bajaba, agitado por aquel inesperado sonido. “¿A qué vienen esas manos temblorosas?”, me dije mientras me mofaba de mí misma: podría haberse caído cualquier caja. Me sentí tonta e infantil mientras me encaminaba al lugar en el que parecía haberse originado el ruido.
Allí estaba, un paquete naranja en medio de aquel caótico pero controlado montón de cajas. La ventana estaba abierta, así que supuse que todo había sido culpa de una corriente de aire. Mientras me agachaba a recogerla y colocarla de nuevo en su sitio, sin embargo, algo llamó mi atención: un libro negro, con letras color borgoña dibujadas de forma sinuosa en la aterciopelada portada. Me sorprendió que estuviera tan polvoriento, si bien los ácaros no lograron espantar mi ya de por sí firme curiosidad. Me senté en el suelo y comencé a hojearlo.
No tenía una sola letra, pero estaba plagado de fotos. Rostros cetrinos me devolvían la mirada desde las páginas de aquel misterioso y pesado ejemplar, entre las cuales encontré una nota con una dirección anotada. Decidí que alguno de mis compañeros sabría algo al respeto, así que me propuse olvidar el tema por el momento dejando el libro en un estante cercano; ya saldría de dudas al día siguiente.
El 30 de octubre amaneció cargado de lluvia, lo que auguraba que me quedaría atrapada en un atasco monumental si no me ponía las pilas. Al rato llegaba a la agencia de nuevo y, tras realizar mis tareas diarias, pregunté a mis compañeros por el libro. Nadie sabía nada. Ahora me doy cuenta de que podría haberme olvidado del asunto, pero mi pasión por los misterios sin resolver me llevó, horas más tarde, a la Calle del Bisonte número 14. La dirección que marcaba el libro.
Una librería pequeñita y cochambrosa me recibía mientras yo me resguardaba de la lluvia bajo mi destartalado paraguas. El agua me había calado las botas y las mangas del abrigo, así que entré allí tiritando y con una sensación extraña en la garganta. El señor Olivander -como pude advertir en su chapa identificativa- parecía cansado del mundo, pero tras bombardearle a preguntas decidió darse por vencido ante mi contundente insistencia.
“Alguien me contó hace muchos años una historia que podría guardar relación con el libro del que me has hablado, muchacha. Se decía que entre las páginas de aquel antiquísimo ejemplar aparecían los rostros de cientos de personas; personas de diferentes edades, razas y épocas. ¿La característica común? Todos habían muerto tras ingerir cianuro. Se desconoce el paradero del libro, así como su ciudad de origen. Es más, siempre habría creído que se trataba de una leyenda absurda que corrían entre el gremio de libreros.”.
Las palabras de aquel hombre me dejaron de piedra. Un escalofrío me recorrió de cabeza a pies y, tras despedirme de él agradeciéndole su ayuda, volví para casa. Al día siguiente la historia seguía abriéndose paso entre la nebulosa de mis ideas. Decidí que un té me ayudaría a calmar los ilógicos nervios que me revolvían el estómago, así que ordené un té para llevar en un bar cercano a la agencia.
Nade más llegar encaminé mis pasos hacía el almacén en el que había dejado el libro. Volví a abrirlo y a hojearlo de forma distraída. No sabía qué estaba buscando hasta que la vi: la foto de una mujer cuyo rostro se me antojaba familiar, demasiado familiar. Me reconocí a mí misma en aquellas páginas mientras mis manos dejaban escapara el vaso con el té que me acababa de beber. Un té caliente, amargo y dulce a la vez. No se me olvidará aquel extraño sabor, el sabor de la muerte.
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