Un síntoma claro de que me estoy haciendo mayor, son los recuerdos cada vez más intensos de épocas anteriores a nuestra etapa de adulto.
Añoramos tiempos anteriores, recordamos juegos, vivencias y en nuestra cara se nos refleja una gran sonrisa. ¿Significa que ahora no somos tan felices? No lo creo, lo que pasa que éramos más inocentes, sin tener tantas mochilas llenas de grandes piedras que han ido, según iban pasando los años, haciendo que estuviéramos más encogidos y que, poco a poco, nuestros hombros se echaran más adelante, casi hasta el punto de tocar con la nariz el suelo.
Pero el ser humano es optimista por naturaleza y siempre hay algo que nos hace erguirnos de nuevo y comenzar nuevas etapas o continuar con las aparcadas en otro lugar. Lo llamaremos metas, ilusiones o lo que los especialistas quieran indicar, pero siempre tenemos algo a lo que agarrarnos para seguir luchando.
Es gracioso ver cómo en poco tiempo la vida ha cambiado y nosotros con ella.
Cuando yo era pequeña, estábamos todo el día en la calle y no necesitábamos un móvil para volver a casa, se oía los gritos de todas las madres llamando a sus hijos por las ventanas de las cocinas. Todos desaparecíamos a la vez y volvíamos a la calle una vez terminada la comida o la merienda si era en época de colegio.
Jugábamos chicos y chicas juntos, ellos a la muñeca o a los paseíllos de canciones y nosotras a las chapas o al futbol si hacía falta. Cuando hacía falta unos postes para jugar a la goma, ahí estábamos haciendo cola también, y si era para saltar, nos juntábamos todos y a hacer concursos.
En semana santa lo teníamos todo prohibido, no había cines, ni bares, ni nada de nada, y comías los viernes el potaje correspondiente para no pecar.
Cuando hacías la comunión te dejaban en ayunas para recibir mejor a cristo.
Las vacaciones eran 5 personas metidas en un seiscientos, más las maletas y sin aire acondicionado. ¡Sorpresa! No teníamos aire acondicionado y hacía un calor de narices. Recuerdo poner una toalla o un trapo en la ventanilla para intentar que no entrara el sol y que el viaje fuera más placentero. Imposible. Sudábamos muchísimo, las gotas nos caían por todo el cuerpo y el asiento se quedaba mojado.
No existían las sillas de seguridad para los niños, apoyábamos la cabeza en las piernas de tu madre o del familiar que tocara.
En las casas no ponían tapones en los enchufes, ni protegíamos las esquinas de las mesas. En este punto recuerdo una anécdota con mi hermana la mediana, un trasto de niña, inquieta como la que más. Como mi padre era electricista, tenía un cuadro de luces en una habitación. Mi hermana, como a su corta edad ya quería saber qué es lo que significaba eso, en un descuido de mis padres puso la clavija donde no debía y dejó a toda la urbanización sin luz. Pero bien, no le pasó nada, salvo el susto.
Los columpios no eran de madera o especiales para los niños. Eran metálicos, que cuando pegaba el sol, era complicado columpiarse y no quemarse las piernas. El final del tobogán no estaba protegido, si tenías suerte había mucha arena y sólo llegabas a casa con las rodillas rozadas, o con los pantalones roídos. Por eso se utilizaba una cosa que ahora nadie sabrá lo que es, salvo por estética, se usaba las rodilleras y las coderas.
Cuando una vecina y/o hermana tenían el sarampión, nos ponían todas juntas para pasarlo a la vez. Bebíamos de la misma botella, comíamos algunas chuches y estábamos sanos.
Mi padre tenía la manía de que no le gustaba vernos comer chicle, y antes de entrar en casa, teníamos que tirarlo o en mi caso, tragarlo, porque siempre se me olvidaba. Hasta que un día entré con él, me mira mi padre y me dice, bueno, no pasa nada. A partir de ese día, mi estómago dejó de recibir chicles.
El jabón de lagarto era nuestro gel y/o champú. No teníamos problemas de alergias y de escamas, ja, ja, nunca mejor dicho.
No teníamos ningún videojuego, pero nos pasábamos horas intentando meter unas bolitas metálicas en los pequeños agujeros de un circulo. O tirábamos a meter monedas en la boca de una rana metálica.
No teníamos películas de vídeo animadas, sólo discos traducidas por sudamericanos de películas Disney y cuentos de papel con formas de las protagonistas.
Hacíamos colecciones de todo lo que nos dejaban y jugábamos con muñecas recortables cambiando las ropas según temporada.
Mi hermana tiene el recuerdo de que una vez le regalaron una muñeca en Valencia de cartón y que cuando llegó a Madrid, después de un viaje en tren, se la había casi comido entera.
Yo no conocí esas muñecas, pero me regalaron una vez una que era casi más grande que yo, que además hablaba. Tenía detrás un hilo con una anilla, que tirabas de ella y decía unas palabras. La recuerdo con su vestido rosa.
Jugábamos al yo-yo, al diábolo y pasaba el tiempo super rápido.
A todo el mundo le deseabas buenos días, distinguías entre las personas que llamabas de tú y las que las llamabas de usted. Dejabas pasar primero a las personas mayores y les dejaba los asientos en los autobuses.
La televisión era en blanco y negro y te decían cuando podías verla y cuando te tenías que ir a la cama, y lo mejor de todo, es que lo hacíamos, sin rechistar. Recuerdo muchos anuncios de aquella época que incluso los sigo utilizando en el día hoy, por ejemplo, hay gente que tiene una sonrisa muy especial y a mí me recuerda el anuncio de “Con un poco de pasta basta, Gior”, era muy bueno.
Cantabas sobre “aquel negrito, del africa tropical” y nadie te llamaba racista, porque digo yo que había blanquitos y negritos.
Oías las telenovelas en la radio, mientras que tu madre te preparaba la merienda, o las recomendaciones de una mujer que al final solo ponía la voz pero que era un hombre quién escribía las contestaciones, muy bueno, ¿verdad?
Pertenezco a la generación del Baby bommers (1945-1964), aunque por los pelos, porque nací en 1962, casi podría ser de la generación del X (1965-1981).
Y una cosa de mi generación, sea la que sea, es que son echados para adelante, se arriesgan. Si os fijáis es una generación que viste muy moderna, sin importarles los demás. Van modernamente peinadas, mucho más que las siguientes generaciones.
Están en la última en las nuevas tecnologías, no seremos la generación de los milennials ni de los nativos digitales, pero ahí estamos, mucho más dispuestos que algunos de las últimas generaciones.
Y nos encanta vivir y disfrutar de lo que tenemos, recordamos el pasado, pero al mismo tiempo nos enfrentamos al presente y nos arrojamos al futuro, porque somos así y así seguiremos avanzando y creciendo como seres humanos. Recordamos con nostalgia, pero subiendo escalones en esta pirámide que es nuestra vida, y no sólo en lo personal sino también en lo laboral.